Detalle del Atlas catalán (c. 1375) que representa la caravana de Marco Polo por la Ruta de la Seda. Abraham Cresques / Wikimedia Commons.

Cinco siglos de transformación global: Desde una perspectiva china

Yao Zhongqiu

Yao Zhongqiu (姚中秋) es profesor de la Escuela de Estudios Internacionales y decano del Centro de Estudios Políticos Históricos de la Universidad Renmin de China. Ha publicado numerosos estudios y traducciones sobre la historia del pensamiento y las instituciones chinas, y actualmente se centra en la política histórica, la teoría del partido de vanguardia y los sistemas políticos mundiales modernos. Entre sus últimas publicaciones figuran The Chinese Moment in World History (世界历史的中国时刻) y Large and Lasting: A History of Chinese Political Civilisation (可大可久:中国政治文明史).

La humanidad está atravesando una convulsión global de una magnitud nunca vista en 500 años: el declive relativo de Europa y Estados Unidos, el ascenso de China y el Sur Global, y la consiguiente transformación revolucionaria del panorama internacional. Aunque a menudo se dice que la era del dominio mundial de Occidente ha durado cinco siglos, en rigor se trata de una exageración. En realidad, Europa y Estados Unidos han ocupado sus posiciones de hegemoía mundial durante 200 años, tras alcanzar sus fases iniciales de industrialización. La primera revolución industrial marcó un punto de inflexión en la historia mundial, repercutiendo significativamente en la relación entre Occidente y el resto del mundo. Hoy, la era de la hegemonía occidental ha llegado a su fin y está surgiendo un nuevo orden mundial, en el que China desempeña un papel fundamental. Este artículo explora cómo hemos llegado a la actual coyuntura mundial, examinando las distintas etapas de la relación entre China y Occidente.

Etapa I: Un equilibrio cambiante entre China y Occidente

El primer encuentro entre China y Europa se remonta a la era de la exploración naval en los siglos XV y XVI, durante la cual el navegante y diplomático chino Zheng He (1371-1433) emprende sus Viajes por los Mares Occidentales (郑和下西洋, Zhèng Hé xià xīyáng) (1405-1433), seguido de las expediciones navales portuguesa y española a Asia[1]. A partir de entonces, China estableció contacto directo con Europa a través de pasos oceánicos.

Durante este periodo, China estuvo gobernada por la dinastía Ming (1388-1644), que adoptó una visión del mundo guiada por el concepto de Tianxia (天下, tiānxià, “todo bajo el cielo”)[2]. Este sistema de creencias generalmente clasificaba a la humanidad en dos grandes civilizaciones: los chinos, que adoraban el cielo, y los occidentales, que, en general, adoraban a los dioses en un sentido monoteísta[3]. Es importante señalar que, en esta época, los chinos tenían una concepción amplia de Occidente. Consideraban que abarcaba todas las regiones que se expandían hacia el noroeste desde Mesopotamia hasta el mar Mediterráneo y luego hasta la costa atlántica, a diferenica de la noción contemporánea que suele limitarse a Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Europa. Por su parte, la civilización china se extendió hacia el sureste, desde los confines del río Amarillo hasta la cuenca del Yangtsé y la costa. Ambas civilizaciones se encontrarían en la confluencia de los océanos Índico y Pacífico, momento a partir del cual se forjó una completa historia mundial. Sin embargo, al mismo tiempo, la Tianxia proponía una concepción universalista del mundo, en la que se consideraba que China y Occidente compartían la misma “isla mundial”. Separadas por las “Montañas Cebolla” (la Cordillera del Pamir, en Asia Central), se pensaba que cada civilización tenía su propia historia, aunque aún no existía una historia mundial unificada, y cada una mantenía, basándose en sus propios conocimientos, el orden Tianxia en sus respectivos extremos de la isla mundial.

Aunque la dinastía Ming interrumpió sus viajes por mar tras la séptima misión de Zheng He en 1433, algunas islas de los Mares del Sur (南洋, nányáng, que corresponden aproximadamente al Sudeste Asiático contemporáneo) se incorporaron al sistema tributario imperial chino (朝贡, cháogòng). Esto constituyó un cambio importante en el orden Tianxia, en comparación con las dinastías Han (202 a.C.-9 a.C., 25-220 d.C.) y Tang (618-907 d.C.) anteriores, en las que el tributo se recibía principalmente de los estados de las regiones occidentales (西域, xīyù, que corresponde aproximadamente a la Asia Central contemporánea). Esta expansión hacia el sudeste abrió a China un camino hacia el mar, ya que los chinos de la costa sudoriental emigraron a los mares del Sur y, con ellos, mercancías como la seda, la porcelana y el té entraron en el sistema de comercio marítimo. En comparación con los prósperos periodos Tang y Song (960-1279), el comercio de ultramar se expandió, siendo especialmente dinámica la economía de Jiangnan (江南, jiāngnán, “al sur del río Yangtsé”), centrada en gran medida en las exportaciones; en consecuencia, la industrialización se aceleró y China se convirtió, por primera vez, en la “fábrica del mundo”.

Las naciones europeas no llevaban ventaja en su comercio con China, pero compensaban su déficit con la plata que extraían en las Américas recién conquistadas. Esta plata llegó a China en grandes cantidades y se convirtió en una importante moneda de cambio, conduciendo a su globalización. Mientras tanto, la introducción en China de semillas de maíz y de camote, originarias de América, contribuyó al rápido crecimiento de la población de la nación debido a la idoneidad de estos cultivos para las duras condiciones.

Sin embargo, la implicación de China en la configuración de un orden mundial vinculado al mar también trajo consigo problemas inesperados para el país; en concreto, un desequilibrio entre su economía, que penetraba en el sistema marítimo, y sus instituciones políticas y militares, que seguían siendo continentales. Esta contradicción entre la tierra y el mar produjo importantes tensiones dentro de China, que acabaron provocando la desaparición de la dinastía Ming. Los conflictos fronterizos en el norte y el noreste requerían importantes recursos financieros, pero la mayor parte de la riqueza de China en aquella época procedía del comercio marítimo y se concentraba en el sureste. Como consecuencia, la educación prosperó en esta región costera, lo que dio lugar a que los funcionarios letrados (士大夫, shìdàfū) del sureste llegaran a dominar los procesos políticos de China e impidieran reformas fiscales para distribuir mejor la riqueza. En su lugar, se reforzó el sistema fiscal tradicional, imponiendo mayores cargas al campesinado[4]. Las tensiones acabarían llegando a un punto crítico; los impuestos pesaron especialmente sobre los campesinos del norte, que vivían principalmente de la agricultura, provocando su desplazamiento y convirtiéndose en emigrantes que acabaron derrocando al régimen Ming. Al mismo tiempo, los recursos militares del norte eran insuficientes, propiciando la creciente influencia de las fuerzas rebeldes Qing en el noreste y sus avances oportunistas hacia el sur, hasta culminar en el establecimiento del dominio de la dinastía Qing (1636-1912) dominando todo el país.

El origen de la dinastía Qing se remonta al pueblo Manchú del noreste de China, que tenía raíces culturales agrícolas y nómadas. A medida que las fuerzas Qing marchaban hacia el sur y fundaban su imperio, hacían grandes esfuerzos por establecer el control sobre las regiones que flanqueaban China por el oeste y el norte, un arco que se extendía desde la meseta de Mongolia hasta los montes Tianshan y la meseta Qinghai-Tíbet. Durante miles de años, estas regiones del noroeste fueron una fuente de inestabilidad política, en la que las sucesivas dinastías probaron y fracasaron en su intento de unificar toda China. Al integrar estas zonas en el Estado chino, la dinastía Qing pudo alcanzar este objetivo político histórico de unificación. Esta integración interna también repercutió en la posición internacional de China, ya que Rusia se convirtió en el vecino más importante del país al desviar la ruta terrestre de la seda hacia el norte, a través de la estepa mongola, por Rusia hacia el norte de Europa.

A mediados y finales del siglo XVIII, estos dos “arcos” de desarrollo, terrestre y marítimo respectivamente, tenían el mismo peso, pero distinta importancia para China: el terrestre proporcionaba seguridad, mientras que el marítimo era fuente de vitalidad. Sin embargo, tanto el desarrollo terrestre como el marítimo contenían dinámicas contradictorias: las regiones de la estepa noroccidental no eran muy estables internamente mientras que las relaciones con la vecina Rusia y el mundo islámico se mantenían estables. Por otro lado, los mares del sureste eran estables internamente, pero introducían nuevos retos para China en forma de relaciones con Europa y Estados Unidos. Estas dinámicas tierra-mar han planteado históricamente a China contradicciones únicas y, en la actualidad, siguen siendo una cuestión estratégica fundamental.

En contraste, los países europeos se beneficiaron más del comercio directo con China y alcanzaron una posición dominante en el nuevo orden mundial. En el siglo XVI, debido a la creciente decadencia de la Iglesia Católica Romana, en Europa surgió un nacionalismo étnico que culminó con la Reforma de Martín Lutero en Alemania. Posteriormente, Europa entró en una era de construcción del Estado-nación conocida como período moderno temprano, caracterizado por la ruptura con la autoridad de la Iglesia Católica Romana y el establecimiento de la soberanía de las monarquías seculares, que superaron algunas de las jerarquías y divisiones creadas por los señores feudales e igualaron a todos los súbditos bajo la ley del rey. El primer país en conseguirlo fue Inglaterra, donde Enrique VIII abolió en 1533 la obligación de la Iglesia de Inglaterra de pagar tributo anual al Papado y promulgó al año siguiente el Acta de Supremacía, estableciendo al rey como jefe supremo de la Iglesia inglesa, que pasó a ser la religión del Estado. Por ello, Inglaterra es reconocida como la primera nación moderna, mientras que los cambios constitucionales fueron secundarios.

La Iglesia católica romana, enfrentada a una crisis de gobierno, buscó abrir nuevas vías pastorales y comenzó a predicar fuera de Europa a través de los viajes de “descubrimiento”. El cristianismo se convirtió poco a poco en una religión mundial, uno de los acontecimientos más importantes de los últimos cinco siglos, con los misioneros abriéndose camino hasta China, después de muchas idas y venidas, a finales del siglo XVI.

Los misioneros cristianos se habían preparado para difundir su mensaje de verdad a los chinos, de quienes esperaban que fuesen “bárbaros”. Sin embargo, para su sorpresa, descubrieron que China era una poderosa civilización con un sofisticado sistema de gobierno y tradiciones religiosas. Aunque no creían en los dioses personales de los misioneros, los chinos tenían un sistema de principios morales, una economía muy desarrollada y un orden establecido. Esto inspiró a algunos misioneros a desarrollar un serio aprecio por China, incluyendo la traducción de clásicos chinos y el envío de los textos a Europa, donde tendrían un notable impacto en la Ilustración de París[5].

Durante la Ilustración, los filósofos occidentales desarrollaron ideas humanistas y racionalistas, como que el ser humano es el sujeto y que no existe un “creador”; que el ser humano debe buscar su propia felicidad en lugar de intentar ascender al reino de Dios; que el ser humano puede tener creencias y relaciones morales sólidas sin depender de la religión; que el Estado puede establecer el orden sin depender de la religión; que el gobierno directo del rey sobre todos los súbditos es el mejor sistema político, y otras ideas similares. Es importante señalar, sin embargo, que estos ideales de la Ilustración, que se afirma, han constituido la base de la modernidad occidental, eran de dominio público en China desde hacía miles de años. Como tal, el flujo de ideas y enseñanzas chinas a Occidente a través de los misioneros cristianos puede considerarse una influencia importante, si no la única, en el desarrollo de la modernización occidental. Por supuesto, los países occidentales han sido los principales impulsores de la modernización mundial en los dos últimos siglos, pero la modernidad que propugna lleva mucho tiempo arraigada en otras culturas, incluida China. Es necesario reconocer y afirmar este hecho para comprender la evolución del mundo actual.

En resumen, durante la primera etapa de la historia mundial, que abarcó más de 300 años, desde principios-mediados del siglo XV hasta mediados-finales del siglo XVIII, comenzó a formarse un sistema mundial integrado, en el que tanto China como Occidente se adaptaban, cambiaban y se beneficiaban de sus interacciones. Desde la perspectiva china, este orden mundial era en gran medida justo.

Etapa II: Vuelco entre China y Occidente

A mediados y finales del siglo XVIII, los países occidentales aprovecharon sus altos niveles de industrialización para asegurar una superioridad militar decisiva, de la que abusaron para conquistar y colonizar casi todo el Sur Global. Esto acercó al mundo más que nunca, pero en una unión injusta y, por tanto, insostenible.

Entre los países occidentales, Inglaterra fue el primero en alcanzar una fase avanzada de industrialización, lo que obedecía a una razón especial: la colonización. El imperio británico se apropió de inmensas cantidades de riqueza de sus colonias, que también sirvieron como mercados cautivos para las manufacturas británicas. Esta riqueza y la demanda del mercado, junto con la población relativamente pequeña de Inglaterra, impulsaron el desarrollo científico y tecnológico y, en última instancia, la industrialización basada en la extracción de combustibles fósiles (concretamente, carbón) y la producción de acero y maquinaria. Durante los siglos XVIII y XIX, Inglaterra se convertiría en el país más rico y poderoso del mundo, y su riqueza se extendería a Europa occidental y a sus asentamientos coloniales, como Estados Unidos y Australia. Las prósperas potencias europeas conquistaron y colonizaron violentamente el mundo exterior mediante la fuerza militar, incluyendo la mayor parte de África, Asia y América, hasta llegar a las puertas de China a principios y mediados del siglo XIX. En los siglos anteriores de comercio pacífico con China, las potencias occidentales acumularon un gran déficit comercial, que ahora intentaban equilibrar mediante el comercio del opio. Sin embargo, debido a las graves consecuencias sociales de este tráfico de drogas, China prohibió la importación de opio en 1800; en respuesta, las potencias occidentales lanzaron dos guerras contra China -la Primera Guerra del Opio (1839-1842) y la Segunda Guerra del Opio (1856-1860)- para abrir violentamente los mercados del país. Tras la derrota de China, varios países occidentales, entre ellos Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos, obligaron a China a firmar tratados desiguales que otorgaban a estas naciones concesiones comerciales y territorios, como fue el caso de Hong Kong. Como resultado, el sistema Tianxia comenzó a desmoronarse y China entró en un periodo conocido como el “siglo de la humillación” (百年国耻, bǎinián guóchǐ).

El retroceso de China tuvo su origen en el prolongado desequilibrio entre su economía orientada al mar y su sistema político-militar continental. En primer lugar, el mercado chino dependía en gran medida del comercio exterior, pero el gobierno Qing no desarrolló una política monetaria soberana, por lo que el flujo comercial estaba constantemente controlado por potencias extranjeras. La plata procedente del extranjero se convirtió en la moneda de facto de China y, ante la incapacidad del gobierno para ejercer una supervisión eficaz, el país perdió soberanía monetaria y se volvió vulnerable a las fluctuaciones de los suministros de plata, desestabilizando la economía. En segundo lugar, los recursos naturales de China se sobreexplotaron para producir grandes cantidades de productos de exportación. Como consecuencia, el medioambiente del país sufrió graves daños. El crecimiento endógeno de China, restringido por las limitaciones del mercado y de los recursos, llegó a un punto de estrangulamiento, ya que la productividad se estancó, el empleo disminuyó y los excedentes de población se vieron desplazados, lo que provocó una serie de importantes rebeliones a principios y mediados del siglo XIX. Fue en este contexto que Occidente se presentó a las puertas de China.

Bajo la presión tanto de los problemas internos como de las agresiones externas, China emprendió el camino de “aprender del mundo exterior para defenderse de la intervención extranjera” (师夷长技以制夷, shī yí zhǎng jì yǐ zhì yí), tema fundamental de la historia china del último siglo aproximadamente. Esta formulación, a pesar de haber sido ridiculizada por muchos desde la década de 1980 tras el inicio de las reformas económicas chinas, personifica la estrategia del país. Por un lado, China ha estudiado de cerca los principales motores del poder occidental, como la producción industrial, el desarrollo tecnológico, la organización económica y la capacidad militar, así como los métodos de movilización social basados en el Estado-nación. Por otro lado, China ha tratado de aprender de otros países con el fin de avanzar en su desarrollo, asegurar su independencia y construir sobre su propio patrimonio.

Sin embargo, hasta mediados del siglo XX, esta vía no produjo cambios significativos para China, debido fundamentalmente a su inadecuada capacidad estatal, más deteriorada aún tras la caída de la dinastía Qing en 1911. De hecho, varias iniciativas emprendidas a finales del periodo Qing para fortalecer el Estado, generaron a su vez nuevos problemas; por ejemplo, el “Nuevo Ejército” (新军, xīnjūn) que se creó a finales del siglo XIX en un esfuerzo por modernizar el ejército chino, se convertiría en una fuerza secesionista. Mientras tanto, las teorías de desarrollo defendidas por funcionarios letrados en este periodo, como el concepto de “salvación nacional a través de la industria” (实业救国, shíyè jiùguó), eran imposibles de aplicar debido a la incapacidad del Estado para proporcionar apoyo institucional. Por ello, el comercio siguió siendo el sector económico de mayor crecimiento en China, lo que, a pesar de reportar beneficios económicos a corto plazo, supuso una mayor subordinación de China a Occidente.

Sin embargo, al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, precedida por la Guerra de Resistencia de China contra la Agresión Japonesa (1937-1945), la posición internacional del país comenzó a mejorar, mientras que Occidente experimentaba un relativo declive. La Segunda Guerra Mundial y las luchas anticoloniales por la liberación nacional asestaron un duro golpe al viejo orden imperialista. Las potencias occidentales se vieron obligadas a retirarse, iniciando un proceso de declive al no poder seguir extrayendo los dividendos coloniales. Países de Asia, África y América Latina, incluida China, consiguieron su independencia. Mientras tanto, la Unión Soviética, que se extendía por toda Eurasia, surgió como un importante rival de Occidente. En medio de estas convulsiones mundiales, el poder de China en la escena internacional aumentó espectacularmente y se convirtió en una fuerza importante.

En este contexto global, China inició su camino hacia el rejuvenecimiento nacional, con dos prioridades principales. La primera prioridad era política; emulando a la Unión Soviética, los partidos nacionalista y comunista de China establecieron un Estado fuerte, que había sido la piedra angular del desarrollo económico occidental, mientras que la falta de organización estatal y de capacidad de movilización fue la mayor debilidad de la dinastía Qing frente a las potencias occidentales. La segunda prioridad fue la industrialización, que avanzó escalonadamente en tres frases.

La primera etapa de la industrialización tuvo lugar tras la Revolución China de 1949 y fue posible gracias a la ayuda de la Unión Soviética, que exportó a China un sistema industrial básico completo. Aunque este sistema tenía serias limitaciones, que llegaron a su punto álgido en las décadas de 1970 y 1980, permitió a China desarrollar una comprensión global de la naturaleza sistemática de la industria, especialmente de la estructura subyacente de la industrialización, es decir, la industria pesada.

El segundo avance en la industrialización se produjo después de que China estableciera relaciones diplomáticas con Estados Unidos en la década de 1970 y comenzara a importar tecnologías de ese país y de países europeos. Durante esta fase, China se centró en el desarrollo de su costa sureste, región que contaba con una larga historia de comercio e industria rural. Con el apoyo de la maquinaria y los conocimientos adquiridos durante la primera fase de industrialización, el sector de bienes de consumo de las zonas costeras del sureste pudo desarrollarse rápidamente a nivel municipal, el nivel de gobierno que disponía de mayor flexibilidad. Al absorber una gran cantidad de trabajadores, el sistema industrial intensivo en mano de obra mejoró significativamente los medios de vida de la población.

El tercer gran avance de la industrialización, que comenzó a principios de siglo, estuvo dirigido por el énfasis tradicional en un Estado fuerte y el deseo de continuar la revolución, y vio cómo el gobierno dedicaba su capacidad a construir infraestructuras y dirigir el desarrollo industrial. Como resultado, China experimentó un crecimiento continuo de la producción industrial y siguió ascendiendo a lo largo de la cadena industrial, creando el sector manufacturero más amplio y completo del mundo. De este modo, el panorama económico mundial cambió drásticamente.

Actualmente, China se encuentra en medio de su cuarto gran avance en materia de industrialización, centrado en la aplicación de las tecnologías de la información a la industria. En el periodo actual, Estados Unidos teme verse superado por China, lo que ha provocado un cambio fundamental en las relaciones bilaterales y ha dado paso a una era de cambio global.

En resumen, en el centro de la segunda etapa de la historia mundial se encuentra la dinámica cambiante entre China y Occidente: Durante más de 100 años, desde principios del siglo XIX, las potencias occidentales estuvieron en ascenso mientras China experimentaba un declive. Desde la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, las tendencias se han invertido, con China en ascenso y Occidente en declive. Ahora parece acercarse el punto crítico de esta relación, en el que ambas partes alcanzarán posiciones equivalentes, agotando los límites del viejo orden mundial.

Etapa III: La caída del orden liderado por Estados Unidos

Tras el avance de China, el antiguo orden mundial dominado por Occidente se ha visto desbordado. Sin embargo, el verdadero detonante de su colapso es la inestabilidad que deriva del hecho que Estados Unidos ha sido incapaz de asegurar el dominio mundial unipolar que perseguía tras el final de la Guerra Fría.

Históricamente, el imperio romano no pudo llegar a la India, y mucho menos aventurarse más allá de los Pamires; en la otra dirección, las dinastías Han y Tang difícilmente habrían podido mantener su poder aunque hubieran logrado cruzar este macizo. El equilibrio estructural del mundo consiste en que las naciones se mantengan equilibradas, en lugar de estar gobernadas por un único centro.

Ni siquiera los enormes avances tecnológicos en el transporte y la guerra han podido cambiar esta ley de hierro. Antes de la Segunda Guerra Mundial, las potencias occidentales penetraron casi todos los rincones del mundo; a pesar de sus intereses contrapuestos y de la fuerza necesaria para mantener sus colonias, este sistema de gobierno era, en cierto modo, más estable que el orden actual al distribuir el poder más ampliamente entre los diversos países. Entretanto, en la posguerra, la Unión Soviética y Occidente formaron bloques opuestos en la Guerra Fría, cada uno con su propio ámbito de influencia y equilibrados, en cierta medida, por el otro.

En cambio, tras el final de la Guerra Fría, Estados Unidos se convirtió en la única superpotencia, dominando el mundo entero. Estados Unidos, como país occidental de más reciente creación, el último “Nuevo Mundo” en ser “descubierto” por los europeos, y la más poblada de estas potencias, estaba destinado a ser el capítulo final de los esfuerzos de Occidente por dominar el mundo. Estados Unidos anunció con confianza que su victoria sobre la Unión Soviética constituía “el fin de la historia”. Sin embargo, la ambición no puede eludir el duro imperativo de la realidad. Bajo el dominio exclusivo de Estados Unidos, el orden mundial se volvió inmediatamente inestable y fragmentado; la llamada Pax Americana (o paz estadounidense) duró demasiado poco como para quedar escrita en las páginas de la historia. Tras la breve euforia del “fin de la historia” bajo las administraciones de Clinton y Bush, la era Obama vio cómo Estados Unidos iniciaba una “contracción estratégica”, buscando aliviar una tras otra sus cargas de dominio mundial.

Además de los costos externos, la fugaz búsqueda de la hegemonía mundial por parte de Washington también provocó tensiones internas. Aunque Estados Unidos cosechó muchos dividendos de su dominio imperial al desarrollar un sistema financiero en el que el capital podía asignarse globalmente, esto tuvo su precio; como dice un refrán chino, “una bendición puede ser una desgracia disfrazada” (福兮祸所依, fú xī huò suǒ yī). El auge del sector financiero estadounidense, junto con la volátil especulación que se alimenta de él, ha provocado la desindustrialización del país, y los medios de subsistencia de las clases media y trabajadora se han llevado la peor parte. Debido a las medidas de autoprotección de países emergentes como China, fue imposible que este sistema financiero extrajera suficientes ganancias externas para cubrir las pérdidas internas sufridas por las clases populares a causa de la desindustrialización. En consecuencia, Estados Unidos ha desarrollado niveles extremos de desigualdad de ingresos y se ha polarizado fuertemente, con una división y un antagonismo crecientes entre las diferentes clases y grupos sociales.

El origen de la crisis estadounidense está en la desindustrialización. Las superpotencias occidentales fueron capaces de tiranizar el mundo durante el siglo XIX, incluido el acoso a China, fundamentalmente por su superioridad industrial, que les permitía construir buques y cañones más potentes; la desindustrialización hace que el suministro de esos “buques y cañones” sea insuficiente. Incluso el sistema militar-industrial estadounidense se ha vuelto fragmentario y excesivamente costoso a causa de la decadencia de las industrias de apoyo. La élite estadounidense es consciente de la gravedad de este problema, pero las sucesivas administraciones han tenido dificultades para abordar la cuestión. Obama hizo un llamamiento a la reindustrialización, pero no logró ningún avance debido al profundo estancamiento entre republicanos y demócratas, una dinámica que inhibe la acción gubernamental eficaz, que Francis Fukuyama denominó la “vetocracia”. Trump siguió con el oportuno eslogan “Make America Great Again”, con la promesa de convertir a EE.UU. en la potencia industrial más fuerte del mundo una vez más. Ésta intención también puede verse en el impulso de la actual administración de Biden con la promulgación de la Ley CHIPS y la Ley de Ciencia y otras iniciativas destinadas a impulsar el desarrollo industrial nacional. Aún así, mientras el capital financiero estadounidense continúe aprovechándose del sistema mundial para obtener elevados beneficios en el extranjero, es imposible que regrese a la industria y las infraestructuras nacionales. Estados Unidos tendría que acabar con el poder de los magnates financieros para reactivar su industria, pero ¿cómo podría ser esto posible?

En contraste con la desindustrialización de Estados Unidos, China progresa firmemente en su cuarto avance de la industrialización y asciende a la cima de la manufactura mundial, apoyándose en los sólidos cimientos de una cadena industrial completa. Para la élite estadounidense, temerosa de verse superada en términos de “potencia dura”, China es un “competidor”, y la naturaleza de las relaciones entre ambos países ha cambiado radicalmente.

Durante mucho tiempo, la élite estadounidense se ha referido a su país como “la ciudad sobre una colina”, una noción cristiana por la que se entiende que Estados Unidos tiene un estatus excepcional en el mundo y es un “faro” a seguir por otras naciones. Esta arraigada creencia de superioridad implica que Washington no pueda aceptar el ascenso de otras naciones o civilizaciones, como China, que ha seguido su propio camino durante miles de años. El ascenso económico de China y, en consecuencia, su creciente influencia en la remodelación del orden mundial liderado por Estados Unidos no es más que la vuelta del mundo a un estado más equilibrado; sin embargo, esto es sacrílego para Washington, comparable al rechazo de la conversión religiosa de los misioneros. Está claro que la élite estadounidense ha agotado su buena voluntad hacia China, está unida en la búsqueda de una estrategia hostil contra ella y utilizará todos los medios para perturbar el desarrollo y la influencia de China en la escena mundial. A su vez, la agresividad de Washington ha reforzado la determinación de China de salir de los confines del sistema mundial liderado por Estados Unidos. La Pax Americana sólo permitirá a China desarrollarse de forma subordinada al dominio de Estados Unidos, por lo que China no tiene más remedio que emprender un nuevo camino y trabajar para establecer un nuevo orden internacional. Esta lucha entre Estados Unidos y China dominará sin duda los titulares mundiales en un futuro próximo.

Sin embargo, hay varios factores que disminuyen la probabilidad de que la lucha se desarrolle de manera catastrófica. En primer lugar, ambos países están separados geográficamente por el océano Pacífico; y, en segundo lugar, aunque Estados Unidos es una nación marítima adepta al equilibrio en alta mar, es mucho menos capaz de lanzar incursiones terrestres, especialmente contra un país como China que constituye una potencia compuesta tierra-mar con una enorme capacidad estratégica. En consecuencia, los esfuerzos estadounidenses por lanzar una guerra a gran escala contra China serían inviables; incluso si Washington instigara una guerra naval en el Pacífico Occidental, las probabilidades no estarían a su favor. Además de estas dos consideraciones, Estados Unidos es, en esencia, una “república comercial” (la definición inicial que dio del país uno de sus Padres Fundadores, Alexander Hamilton), lo que significa que sus acciones se basan fundamentalmente en cálculos de costo-beneficio; China, por el contrario, tiene mucha experiencia en enfrentarse a fuerzas externas agresivas[6]. En conjunto, estos factores prácticamente garantizan que pueda evitarse por completo una guerra frontal entre ambos países.

Desde este punto de vista, las posiciones cambiantes de China y Estados Unidos difieren en gran medida de dinámicas similares del pasado, como la evolución de la hegemonía en el continente europeo en los últimos siglos. En este último contexto, los estrechos confines de Europa no dan cabida a múltiples grandes potencias, mientras que el vasto Océano Pacífico sí puede hacerlo. Esta situación constituye el fondo de la relación entre ambos países. Por lo tanto, aunque China y Estados Unidos competirán en todos los frentes, mientras China siga aumentando su poderío económico y militar y demuestre claramente su voluntad de utilizar ese poder, Estados Unidos se retirará del mismo modo racional en que lo hizo su antiguo soberano, Gran Bretaña. Una vez que Estados Unidos se retire de Asia Oriental y del Pacífico Occidental, un nuevo orden mundial comenzará a tomar forma.

En los últimos años, los esfuerzos de China en este sentido han dado sus frutos, haciendo que algunos dentro de Estados Unidos reconozcan el poder y la determinación de China, y ajusten su estrategia en consecuencia, presionando a los países aliados para que asuman mayores costos con el fin de sostener el orden liderado por Occidente. A pesar de las posturas de los países occidentales, en realidad no existe tal “alianza de democracias”; Estados Unidos siempre ha basado su sistema de alianzas en intereses comunes, de los cuales el más importante es trabajar juntos, no para promover ningún ideal elevado, sino para desangrar a otros países. Una vez que estos países ya no puedan asegurarse beneficios externos juntos, tendrán que competir entre sí y su sistema de alianzas se romperá rápidamente. En tal situación, los países occidentales volverían a un estado similar al del periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial; luchando entre sí por la supervivencia en lugar de por repartirse el mundo en colonias. Esta batalla de naciones, si bien no necesariamente a través de una lucha ardiente, podría hacer que los países occidentales retrocedan a su estado moderno primitivo.

La voluntad de Estados Unidos de hacer cualquier cosa en su afán de lucro ha provocado el rápido desmoronamiento de su sistema de valores. Desde que el ex presidente Woodrow Wilson llevó al país a su posición de líder del sistema mundial, los valores han sido el núcleo del atractivo estadounidense. En aquel momento, Wilson tenía influencia entre muchos intelectuales chinos, aunque pronto llegó la desilusión; mientras tanto, hoy en día, el mito del “sueño americano” y los valores universales de Estados Unidos siguen siendo carismáticos para una parte considerable de las élites chinas, sin embargo, la experiencia de la presidencia de Trump ha arrancado la máscara de estos supuestos valores. Estados Unidos ha vuelto abiertamente a la vulgaridad y brutalidad de la conquista colonial y la expansión hacia el oeste.

A esto se suma que la actual generación de élites occidentales padece un déficit en su capacidad de pensamiento estratégico. Muchos de los principales estrategas y tácticos de la Guerra Fría ya han muerto, y en medio de la arrogancia y el dominio de la era del “fin de la historia” durante dos décadas, Estados Unidos y los países europeos no produjeron realmente una nueva generación de figuras intelectuales agudas. En consecuencia, ante sus dilemas actuales, lo mejor que puede ofrecer esta generación de élites no es más que reutilizar viejas soluciones y volver a la brutalidad del periodo colonial.

Este tipo de bajeza puede resultar chocante para algunos, pero tiene profundas raíces en la historia de Estados Unidos: el genocidio de los colonos puritanos contra los pueblos indígenas para construir su llamada “ciudad sobre una colina”; que muchos de sus padres fundadores fueran propietarios de esclavos, que consagraron la esclavitud en la Constitución; los Federalist Papers, que diseñaron un complejo sistema de separación de poderes para garantizar la libertad, pero debatieron fríamente sobre la guerra y el comercio entre países; y la obsesión del país con el derecho a portar armas, dando a cada persona el derecho a matar en nombre de la libertad. Así, podemos ver que Trump no trajo la vulgaridad a Estados Unidos, sino que solamente reveló la tradición oculta de la “república comercial” (cabe señalar que, en la tradición occidental, los comerciantes también solían ser saqueadores y piratas).

En la actualidad, Estados Unidos prácticamente ha completado esta transformación de su identidad: de una república de valores a una república de comercio. Esta versión del país no posee la voluntad unida de retomar su posición de líder del orden mundial, como demuestra la fuerte y continua influencia de la retórica de “América primero”. El creciente apoyo entre ciertos sectores de la población estadounidense a semejante bajeza política, animará a más políticos a seguir este ejemplo.

El orden mundial sigue estando liderado por una serie de Estados poderosos, pero se encuentra en medio de una gran inestabilidad, ya que los esfuerzos por fortalecer la Unión Europea han fracasado. Es probable que Rusia siga decayendo, China está creciendo, Japón y Corea del Sur carecen de autonomía real, y Estados Unidos, debido a las presiones financieras, se está desprendiendo rápidamente de sus responsabilidades de apoyo a la red de instituciones y alianzas multilaterales mundiales de posguerra: En su lugar, trata de construir sistemas bilaterales para maximizar sus intereses específicos. En pocas palabras, el orden mundial se está desmoronando; en la actualidad, las cuestiones relevantes están relacionadas con la rapidez con la que se producirá este desmoronamiento, cómo debería ser un nuevo orden alternativo, y si este nuevo orden puede surgir y entrar en vigor a tiempo para evitar una grave inestabilidad mundial generalizada.

El rol de China en la remodelación del orden mundial

Un nuevo orden internacional ha surgido en medio de la desintegración del antiguo sistema. La principal fuerza generadora de esta dinámica es China, que ya es la segunda economía del mundo y constituye una civilización distinta de Occidente.

China es uno de los países más grandes del mundo y su larga historia la ha enriquecido con experiencias relevantes para la gobernanza mundial. Con su inmenso tamaño y diversidad, China contiene un orden mundial en sí misma y ha desempeñado históricamente un papel protagonista en el establecimiento de un sistema Tianxia que se extendía por tierra y mar, desde Asia Central hasta los mares del Sur. Junto a su rica historia, China también se ha transformado en un país moderno en el último siglo, habiendo aprendido de las experiencias occidentales y de su propia tradición de modernidad. Compartiendo la sabiduría de su historia antigua y las lecciones de su desarrollo moderno, China puede desempeñar un papel constructivo en los esfuerzos globales por resolver los desequilibrios del orden mundial y construir un nuevo sistema en tres aspectos principales.

1. El restablecimiento de un desarrollo mundial equilibrado. El orden clásico de la “isla mundial” (世界岛, shì jiè daǒ, que corresponde aproximadamente a Eurasia) se inclinaba hacia las naciones continentales, mientras que el orden mundial moderno ha estado dominado en gran medida por las potencias marítimas occidentales. Como resultado, la isla mundial se fracturó, y el antiguo centro de la civilización se convirtió en un lugar de caos y guerras interminables. La Pax Americana fue incapaz de establecer una forma estable de gobierno sobre la isla mundial, ya que Estados Unidos estaba separado de esta región por el mar y era incapaz de entablar relaciones constructivas con países no occidentales. Por lo tanto, Estados Unidos sólo fue capaz de mantener un orden marítimo, en lugar de un orden mundial. Se basó en brutales intervenciones militares en el centro de la isla mundial, retirándose apresuradamente tras causar estragos y dejando la región en un perpetuo estado de ruptura.

Por el contrario, el planteamiento de China para la construcción de un nuevo orden internacional es el de “escuchar a ambas partes y elegir el camino del medio” (执两用中, zhí liǎng yòng zhōng). Históricamente, China ha equilibrado con éxito la tierra y el mar; durante las dinastías Han y Tang, por ejemplo, China acumuló experiencia en la interacción con civilizaciones terrestres, mientras que, desde las dinastías Song y Ming, China ha estado profundamente involucrada en el sistema de comercio marítimo. Basándose en esta experiencia histórica, China ha propuesto la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por su nombre en inglés), cuyo aspecto más importante es la incorporación del mundo insular y los océanos, dando cabida tanto al orden antiguo como al moderno. La BRI ofrece una propuesta para desarrollar un sistema mundial integrado y equilibrado, en el que el “Cinturón” pretende restablecer el orden en la isla mundial, mientras que la “Ruta” se orienta hacia el orden en los mares. Junto a esta iniciativa, China ha creado las instituciones correspondientes, como la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS).

2. Superando el capitalismo y promoviendo un desarrollo centrado en las personas. El capitalismo es el sistema sobre el que se ha construido el poder y la prosperidad de Occidente, enraizado en el legado europeo de la dualidad mercader-mafioso y la conquista colonial, impulsado por la búsqueda de beneficios monetarios, la gestión del capital con un sistema financiero monstruosamente desarrollado y basado en el comercio. Bajo el capitalismo, las potencias occidentales han considerado a los países del Sur Global como “otros”, tratándolos como cotos de caza de recursos o mercados baratos. Aunque las potencias occidentales han sido capaces de ocupar y extender el capitalismo a gran parte del mundo, no han sido capaces de cultivar ampliamente la prosperidad, tendiendo con demasiada frecuencia al oportunismo malintencionado; para los países que no se benefician del colonialismo, sino que sufren su brutal opresión, el sistema es inviable. En consecuencia, desde que las potencias occidentales se hicieron cargo del mundo en el siglo XIX, la inmensa mayoría de los países no occidentales han sido incapaces de alcanzar el desarrollo industrial o moderno, un historial que desmiente la pretendida universalidad del capitalismo.

Los antiguos sabios chinos abogaban por un modelo socioeconómico que el Dr. Sun Yat-sen, uno de los líderes de la revolución de 1911 para derrocar a la dinastía Qing y primer presidente de la República de China, denominó “Principios del sustento del pueblo” (民生主义, mínshēng zhǔyì), que puede reformularse como “la filosofía del beneficio del pueblo” (厚生主义, Hòushēng zhǔyì). Esta filosofía, que valora la producción, utilización y distribución de materiales para que la gente viva mejor y de manera sostenible, se remonta a hace más de 2.000 años, apareciendo ya en el Libro de los Documentos (尚书, shàngshū), un antiguo texto confuciano. Guiada por esta filosofía, en la antigua China se adoptó la política de “promover lo fundamental y suprimir lo accesorio” (崇本抑末, chóngběn yìmò) para orientar las actividades comerciales y financieras hacia la producción y el sustento de las personas. En la actualidad, China ha rejuvenecido este modelo y ha empezado a compartirlo con otros países a través de la BRI, que ha adoptado el enfoque de enseñar a otros “cómo pescar”, haciendo énfasis en la mejora de las infraestructuras y el avance de la industrialización.

China, que ahora es la fábrica del mundo y continúa mejorando sus industrias, también está impulsando una reconfiguración de la división internacional del trabajo: aguas arriba, aceptando componentes producidos por la fabricación de vanguardia en los países occidentales; aguas abajo, transfiriendo capacidad productiva y manufacturera hacia países subdesarrollados, particularmente a África. Como el mercado de consumo más grande del mundo, China debe acceder a la energía de diferentes partes del mundo de manera justa y equitativa, y promover políticas globales que enfaticen la producción (“lo fundamental”) y minimicen la especulación financiera (“lo accesorio”).

3. Hacia un mundo de unidad y diversidad. En general, cuando las potencias europeas establecieron el actual orden mundial, persiguieron la “homogeneización”, inclinándose a utilizar la violencia para imponer su sistema a otros países y consiguiendo inevitablemente crear enemigos. Estados Unidos, influenciado por el puritanismo cristiano, tiende a creer en la uniformidad de los valores, imponiendo sus pretendidos “valores universales” al mundo y denunciando a cualquier nación que difiera de sus concepciones como “malvada” y enemiga. Durante el periodo del “fin de la historia”, esta tendencia se ejemplificó con la llamada Guerra contra el Terror, que lanzó invasiones y misiles por todo el Medio Oriente. A pesar de esta preocupación por la homogeneización, el orden liderado por Estados Unidos se está deshaciendo a causa de una polarización rampante, rota por la intensificación de las divisiones culturales y políticas.

China, en cambio, narra una historia diferente. Durante milenios, basándose en el principio de “múltiples dioses unidos en un cielo” o “una cultura y múltiples deísmos”, diversos grupos religiosos y étnicos se han integrado en China mediante el culto al cielo o a la cultura, desarrollando así la nación y el sistema Tianxia de unidad y diversidad. El orden o la armonía universales no pueden alcanzarse mediante la conquista violenta ni mediante la predicación e imposición de valores para convertir al “otro” en el “yo”, sino reconociendo la autonomía del “otro”; como se dice en Las Analectas de Confucio (论语-季氏, lúnyǔ-jìshì), “… hay que cultivar todas las influencias de la cultura civil y de la virtud para atraerlos a serlo; y cuando hayan sido así atraídos, hay que hacer que estén contentos y tranquilos” (修文德以来之,既来之,则安之, xiūwén dé yǐlái zhī, jì lái zhī, zé ānzhī). En gran medida, China sigue este camino de armonía en la diversidad en sus relaciones internacionales.

China debería concebir la construcción de un nuevo orden internacional a través del prisma de la revitalización del orden Tianxia, y su enfoque debería guiarse por la vía de los sabios de “armonizar todas las naciones” (协和万邦, xiéhé wànbāng) para pacificar el Tianxia. El proceso de construcción de un nuevo orden internacional, o de un orden Tianxia revitalizado, debería atenerse a las siguientes consideraciones:

  1. El orden Tianxia no se construirá de golpe, se hará progresivamente. Se puede utilizar un modismo chino para describir el proceso dirigido por China de formación de un nuevo sistema global: “Aunque Zhou era un país antiguo, el nombramiento (favorable) recayó sobre él recientemente” (周虽旧邦,其命维新, zhōu suī jiù bāng, qí mìng wéixīn). Zhou era un antiguo reino que se regía por la edificación moral; su influencia se expandió gradualmente, primero a los estados vecinos y luego más allá, hasta que dos tercios de los Tianxia le rindieron pleitesía y la dinastía Yin existente (c. 1600-1045 a. C.) fue sustituida por la dinastía Zhou (c. 1045-256 a. C.). Al abordar la construcción de un nuevo orden internacional y revitalizar el concepto de Tianxia, China debería seguir este enfoque progresivo para evitar una colisión con el sistema hegemónico existente. El concepto de Tianxia se refiere a un proceso histórico sin fin.
  2. La virtud y el decoro son la primera prioridad en el mantenimiento del incipiente sistema Tianxia. Un sistema Tianxia pretende “armonizar a todas las naciones”, no establecer alianzas cerradas ni exigir homogeneidad. China debe promover la moralidad, la decencia y la prosperidad económica compartida en las relaciones entre naciones y el derecho internacional. Lo que distingue a este planteamiento del actual sistema de derecho internacional es que, además de aclarar los derechos y obligaciones de cada parte, también hace hincapié en la construcción del afecto mutuo y la compenetración entre las naciones.
  3. Un orden Tianxia no tratará de monopolizar el mundo entero. El mundo es demasiado grande para ser efectivamente gobernado por un solo país. Los sabios lo comprendieron y por eso su orden Tianxia nunca intentó expandirse por todo el mundo conocido en su momento, como tampoco lo hicieron las generaciones posteriores; por ejemplo, Zheng He se topó con muchas naciones durante sus viajes a los mares occidentales, pero la dinastía Ming no las colonizó ni las conquistó, ni las incluyó a todas en el sistema tributario, sino que les permitió tomar sus propias decisiones. En la actualidad, China no pretende imponer ningún sistema a otros países; con esa moderación se puede evitar la lucha por la hegemonía.
  4. Un nuevo orden internacional estará formado por varios sistemas regionales. En lugar de un sistema mundial gobernado por un país dominante o un pequeño grupo de potencias, es probable que un nuevo orden mundial esté formado por varios sistemas regionales. En todo el mundo, países con geografías, culturas, sistemas de creencias e intereses en común han comenzado ya a formar sus propias organizaciones regionales, como en África, Asia, América Latina, Oriente Medio y los Estados atlánticos; China debería centrarse en el Pacífico Occidental y Eurasia.

El concepto de sistemas regionales comparte algunas similitudes con la división de civilizaciones de Samuel Huntington, pero, lo que es más importante, no implica necesariamente ningún choque entre ellos. Como gran país y potencia marítimo-terrestre, China probablemente se solapará con múltiples sistemas regionales, incluidos los marítimos y los terrestres. China, que significa literalmente “el país del medio”, debería servir de armonizador entre los distintos sistemas regionales y actuar para mitigar los conflictos y enfrentamientos. De este modo, puede surgir un nuevo orden internacional de unidad y diversidad.

Una nueva arquitectura de gobernanza mundial se irá construyendo gradualmente, en capas anidadas unas sobre otras de dentro a fuera. Para ello, los esfuerzos de China deben comenzar en la capa más interna a la que pertenece, Asia Oriental. Tradicionalmente, China, la península coreana, Vietnam, Japón y otros países de esta región formaban una esfera cultural confuciana; sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que estas naciones se modernizaron con éxito, las relaciones entre ellas se han deteriorado debido a las presiones de potencias extranjeras, como Estados Unidos y la Unión Soviética. Los esfuerzos de China por reorganizar el orden mundial deben partir de aquí, revitalizando este patrimonio compartido, desarrollando políticas regionales coordinadas basadas en los “Principios del sustento popular” y demostrando al mundo mejores niveles de prosperidad y de civismo. A medida que crezcan los logros y la fuerza de tales esfuerzos regionales, el poder de Estados Unidos y su orden mundial se desvanecerán inevitablemente, y el proceso de transformación global se acelerará con rapidez.

La siguiente capa anidada, o capa intermedia, en la que China debería centrarse tras la capa interna de Asia Oriental es el corazón de la isla del mundo, Eurasia. En el centro de estos esfuerzos regionales se encuentra la OCS, en la que China, Rusia, India y Pakistán ya son Estados miembros, Irán y Afganistán son Estados observadores, y Turquía y Alemania pueden ser invitados. Debido a su declive económico y al debilitamiento de su influencia mundial, es probable que Rusia centre más su atención en las regiones vecinas, concretamente en Asia Central, y participe más activamente en la OCS, entre otras cosas, colaborando en los esfuerzos por promover relaciones armoniosas y desarrollo en la región minimizando los conflictos. La estabilidad de Eurasia es clave, no sólo para la seguridad y prosperidad de China, en particular de sus regiones occidentales, sino para la paz mundial en general.

Por último, la capa más externa para China es la institucionalizada BRI, que conecta naciones y regiones de todo el mundo. Propuesta por el presidente Xi Jinping en 2013, hasta la fecha China ha firmado más de 200 acuerdos de cooperación BRI con 149 países y 32 organizaciones internacionales.

Conclusiones

La evolución y la futura dirección del orden mundial no pueden entenderse sin examinar la cambiante relación entre China y Occidente en los últimos cinco siglos. A principios de la era moderna, las potencias occidentales se inspiraron en China en su búsqueda de la modernización; en el último siglo, China ha aprendido de Occidente. El resurgimiento de China ha sacudido los cimientos del antiguo orden mundial dominado por Occidente y es una fuerza motriz en la formación de un nuevo sistema internacional. En medio de los trascendentales cambios en el panorama mundial, es necesario reconocer los puntos fuertes y los límites de la modernidad, las ideologías y las instituciones occidentales, al tiempo que se aprecia la tradición china de modernidad y su evolución en la era actual. Para China, esto requiere una reestructuración de su sistema de conocimiento, guiada por una nueva visión que se inspira en la sabiduría china clásica: “El aprendizaje chino como sustancia, el aprendizaje occidental para su aplicación” (中学为体,西学为用, Zhōngxué wèi tǐ, xīxué wèi yòng).

Bibliografía

Hamilton, Alexander, John Jay y James Madison. The Federalist Papers [联邦党人文集]. Traducción de Cheng Fengru, Han Zai y Xun Shu. The Commercial Press, 1995.

Yao, Zhongqiu. The Way of Yao and Shun: The Birth of Chinese Civilisation [尧舜之道:中国文明的诞生]. Hainan Publishing House, 2016.

Zhu, Qianzhi. The Influence of Chinese Philosophy on Europe [中国哲学对欧洲的影响]. Hebei People’s Publishing House, 1999.

Notas del autor

1. A principios del siglo XV, la dinastía Ming (1388-1644) patrocinó una serie de siete viajes oceánicos dirigidos por el navegante y diplomático chino Zheng He (1371-1433). A lo largo de treinta años, estas misiones navales viajaron desde China al Sudeste Asiático, la India, el Cuerno de África y Medio Oriente.

2. El concepto de Tianxia es una antigua cosmovisión china que se remonta a hace más de cuatro mil años y se traduce aproximadamente como “todo bajo el cielo”, o la Tierra y los seres vivos bajo el cielo. La Tianxia, que incorpora elementos morales, culturales, políticos y geográficos, ha sido un concepto central de la filosofía, la civilización y la gobernanza china. Según este sistema de creencias, lograr la armonía y la paz universal para la Tianxia, donde todos los pueblos y estados comparten la Tierra en común (天下为公 tiānxià wèi gōng), es el ideal más elevado.

3. Véase Yao Zhongqiu, The Way of Yao and Shun: The Birth of Chinese Civilisation [尧舜之道:中国文明的诞生] (Hainan Publishing House, 2016), 64-74.

4. Los funcionarios letrados eran intelectuales nombrados para puestos políticos y gubernamentales por el emperador de China. Este grupo de alto nivel educativo formaba una clase social diferenciada que dominaba la administración gubernamental en la China imperial.

5. Para más información sobre este tema, véase Zhu Qianzhi, The Influence of Chinese Philosophy on Europe [中国哲学对欧洲的影响] (Hebei People’s Publishing House, 1999).

6. Alexander Hamilton, John Jay y James Madison, The Federalist Papers [联邦党人文集], trad. Cheng Fengru, Han Zai y Xun Shu (The Commercial Press, 1995).